viernes, 21 de enero de 2022

MIGUEL CATALÁN ESCRIBANO: EL TESTIMONIO DE UN REQUETÉ


Hacia una Memoria Histórica inclusiva.

La más común de las consecuencias de las guerras,y en buena medida de sus causas, y en general de los conflictos con violencia política es la deshumanización del adversario. El Otro pierde sus carácter humano, a veces puede convertirse en un animal, recordemos que rata fue el término con el que los nazis identificaban a los judíos, y cucarachas fue el término con el que los utus identificaban a los tutsis a través de los programas de radio, en uno de los mayores genocidios provocados tras la segunda guerra mundial en Ruanda en 1994, y otras veces simplemente  desaparece detrás de una etiqueta, una sigla o una expresión despectiva.

Por esta razón una de las tareas primordiales, y más difíciles, para la superación de las guerras es la re-humanización de los contendientes, no solo simbólica o moralmente sino en muchas ocasiones  también físicamente, como ha sido y está siendo la recuperación de tantos represaliados por el franquismo asesinados y enterrados en el campo como perros, enajenados de los modos que nuestra cultura da a los allegados o convecinos muertos.

La Memoria Histórica en el Estado Español ha centrado sus tareas en la recuperación de la humanidad de las víctimas originadas por la sublevación militar y la represión en la retaguardia "nacional", obligada a ello por una larga dictadura franquista y por un largo  postfranquismo que ha hecho dejación hasta muy recientemente de sus obligaciones democráticas. Pero la Memoria Histórica no es un ejercicio de victimismo. Su objetivo principal, además de Justicia y Reparación, es la Verdad. La verdad es lo contrario del olvido, la verdad es el camino de la memoria, incluso un camino físico que nos ha llevado hasta esas fosas perdidas en las cunetas donde unos cuerpos abandonados y ocultos han vuelto a recuperar su nombre, su parentesco, su humanidad. La verdad son anhelos, recuerdos, palabras susurradas al oído, listas de fusilados, cartas de condenado y sentencias de tribunales militares, documentos oficiales y testimonios escritos de los protagonistas, etc. La verdad, además,  no conoce mugas. El franquismo construyó su propia memoria. En Navarra por ejemplo el Gobierno Civil editó en 1951 un lujoso libro titulado "Caídos por Dios y por España", recogiendo pueblo a pueblo los nombres de todos los fallecidos en el campo de los sublevados contra la Democracia. Era la memoria de los vencedores. Muerto el Dictador se abrió la posibilidad de recuperar la memoria de los vencidos, ardua tarea en el que el voluntarismo de las personas ha pesado  mucho más que el apoyo de las instituciones y que está sin completar.  En esta tarea los mismos voluntarios de la Memoria Histórica se han planteado que ésta llegue a abarcar a todas las personas que sufrieron el conflicto. Un ejemplo de esta perspectiva inclusiva es el trabajo realizado en la Rioja por Jesús Vicente Aguirre,  que después de realizar un ímprobo trabajo de investigación para dar a conocer el alcance de la represión franquista en La Rioja (más de 2000 fusilados y asesinados), publicó en 2007 el libro "Aquí nunca pasó nada. La Rioja 1936", que ya cuenta con 8 ediciones. En 2014 publicó el libro "Al fin de la batalla y muerto el combatiente... La Rioja 1936-1939", donde se recogen los nombres y las circunstancias de, además de los riojanos asesinados en la retaguardia franquista (2000), los asesinados en la retaguardia republicana (96) y los riojanos que murieron luchando con el ejército franquista (más de 1.600, la mayor parte de ellos soldados de cuota; con un número importante de voluntarios falangistas, requetés y también izquierdistas tratando de encontrar su salvación), y finalmente los 25 riojanos que mueren en el frente con el uniforme del ejército republicano.

Otro aspecto de la memoria histórica inclusiva parte del reconocimiento de que la verdad no cabe en un relato único, sino que debe construirse desde la pluralidad de los relatos. Evidentemente en la memorio histórica, cuyo último objetivo es la Paz y la Convivencia no caben discursos de odio, pero sí es necesario tener en cuenta los relatos de los protagonistas enfrentados en el conflicto. Al final, humanizar significa conocer, entender, comprender al Otro, aunque evidentemente comprender no es compartir. Se puede comprender desde la crítica, entendiendo también que la crítica no es la negación del Otro, ni el borrado de su discurso.

Desde esta perspectiva ofrecemos a continuación una cita del libro  Requetés. De las trincheras al olvido, publicado en 2010, en la que se recoge el testimonio de un corellano, Miguel Catalán Escribano, voluntario requeté en 1936, testimonio de gran valor para la memoria histórica de Corella. 



 

Miguel Catalán Escribano

Corella, Navarra, 1916 - 2009

Voluntario del Tercio de Santiago

Mutilado de guerra

 

Nací en 1916 en Corella, donde he vivido siempre dedicado al campo. En casa éramos seis hermanos, una familia común, labradores y muy religiosos, y esto ya nos venía de antiguo. En casa de mi padre, que eran ocho hermanos, cuatro de ellos fueron religiosos. Estudié algo en la escuela, pero muy pronto comencé a trabajar en el campo: mi padre estaba enfermo, yo era el mayor de los seis hermanos y veía en casa la necesidad, así que casi desde niño fui labrador, todo el día trabajando en el campo y al llegar a casa rezábamos el rosario. El carlismo me vino por mis abuelos, los cuatro eran carlistas. Recuerdo que en casa no se hablaba de otra cosa que no fuera cómo venía la cosecha ese año y de la guerra carlista. Mi abuela Micaela contaba que fueron desterrados de Corella por los liberales cuando la guerra; y cómo se pasó con ochenta y ocho corellanos para ponerse a las órdenes de don Carlos VII. Cuando la batalla de Montejurra, llevaba a mi abuelo la comida en un canasto a las trincheras de Dicastillo, y por el camino los «guiris» la comprometían. Ella estaba encinta de mi tío Marcos, y los liberales le recriminaban: «Carlistona, qué, ya llevas dentro otro carlista». El parto la sorprendió en Dicastillo, y dio a luz a mi tío Marcos en una bodega del pueblo. De regreso a casa, metió a la criatura envuelta en una gavilla de esparto para protegerla del frío y que pasara desapercibida. Así salió el tío Marcos, carlista hasta la médula, y luego subió andando a Montejurra hasta los 92 años.

El abuelo Juan Escribano estuvo herido en el hospital de Irache, donde le atendió la reina Margarita. Era un hombre muy sencillo, no sabía ni firmar, pero era muy espabilado para los negocios y fue garapitero, como entonces se llamaba a los medidores de vino y aceite. Lo recuerdo bueno, recto, muy metido en la Adoración Nocturna y en el Somatén. Aquéllos eran carlistas de verdad, gente sencilla y auténtica, con el crucifijo en el pecho ya no les importaba nada, predicaban con el ejemplo, y de esa semilla que echaron salimos nosotros.

Cuando llegó la República yo tenía unos 15 años. Entonces no nos pareció bien que Alfonso XIII se marchara, debería haberse quedado a dar ejemplo y a dar la cara, y debía ser el primero en poner su vida al servicio de España. El 14 de Abril mi padre bajó a Castejón llevando una carga de barricas de vino, y cuando estaba en la estación descargando llegó la manifestación de la República. Como sabían que era carlista, al llegar con la banda de música delante de la caballería, tocaron el himno de la Marsellesa y le cantaron en plan de mofa «si los curas y frailes supieran... Se hizo de noche y el padre tardaba en llegar a casa, así que cogí un farol y fui a esperarlo en el puente del río Alhama. Recuerdo que pasó un coche y alguien gritó «¡Viva la República de derechas!» Y otro le contestó «¡De izquierdas!». Sacaron del coche una bandera republicana, se juntó gente, y subieron al pueblo cantando La Internacional. Al rato apareció mi padre por el camino, llorando de lo que le había pasado en Castejón, y ese fue mi primer recuerdo de la República.

Luego comenzaron bien pronto a meterse con la religión, la quema de conventos, las leyes contra el clero, los crucifijos... Enpezó a haber mucho revuelo, tensiones y enfrentamientos. Una vez vinieron unos oradores de izquierdas al kiosko de la plaza y empezaron con que no había que creer en los santos, que eran seres de madera y escayola. Entonces, cuatro jóvenes empezamos a gritar: «¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la religión!», esas cosas. Hicimos el boicot y al Pimpollo y a mí nos metieron en la cárcel. Otro año en las fiestas, en la víspera de San Miguel, el patrón de Corella, quemaron unos fuegos artificiales, y al final descolgaban una imagen del arcángel. Pero ese año, en vez de San Miguel, sacaron la imagen de la matrona de la República, así que protestamos y también ahí nos hicimos notar. Nos volvieron a meter en la cárcel. Pero esta vez nos sacaron pronto. También nos prohibieron sacar la procesión en Corella.

Corella, 1935. Alarde requeté

Por aquel entonces ser carlista no era nada fácil, a unos les costaba o la muerte o la ruina. Siempre a puñaladas contra nosotros, a perjudicarnos: nos dieron fuego al sembrado, nos arrancaron olivos y las viñas algunos de izquierdas de entonces, y luego la emprendieron contra los conventos. Más de una vez metían a uno de derechas en la cárcel y todos expresábamos nuestra solidaridad con él llevándole viandas. Nos organizamos los carlistas para guardar todas las noches los conventos y las iglesias de Corella e impedir que pudieran quemarlas.

También había organización cuando las elecciones. En cada mesa electoral había un elemento de los nuestros que, según las caras que veía entrar, ya barruntaba si íba a haber buenos o malos resultados en esa mesa. Si la cosa íba muy mal, igual venía uno de los nuestros y, en un momento de descuido, rompía la urna con un palo de avellano. Luego se lo llevaban detenido, claro. Las izquierdas también hacían lo mismo, así que en las mesas en que ganábamos nosotros, había algún carlista vigilando para impedir que rompieran ellos la urna. Así andábamos, a la gresca.

Las cosas se fueron poniendo cada vez más duras, así que empezamos a organizarnos porque se veía venir el enfrentamiento. Empezamos a hacer instrucción y nos mandaron de Pamplona alguna pistola y unas porras de hierro y cuero. Tuvimos un reunión en Corella con Antonio Lizarza, —que era «el amo de los sacrificios», un hombre entregado a la causa—, Luis Arellano, Jesús Elizalde y el coronel Utrilla. Entonces andábamos muy a bien con los nueve falangistas que había en Corella, de los que cinco eran también hijos de carlistas. De las pistolicas que teníamos les dimos dos para que tuvieran ellos también para defenderse. Los falangistas de entonces eran buenos, de derechas, y se organizaban con nosotros. Había unión con ellos. Luego ya no: cuando vino José Luis Arrese, ellos se hicieron con el mando de todo y nos fastidiaron a los carlistas.

Teníamos un círculo, un local sencillo presidido por el Corazón de Jesús. Allí nos reuníamos y charlábamos, siempre con una alegría sana. Nos tocó inaugurar varios círculos; el carlismo crecía e iba cogiendo mucha fuerza. También acudíamos a todos los mítines que se organizaban en la zona y escuchábamos a la Urraca Pastor -que era una gran oradora-, a la Lola Baleztena, a Víctor Pradera, a Esteban Bilbao, a Lamamié de Clairac… En la plaza de toros de Corella hubo un mitin soberano, bien organizado. Estuvieron Luis Arellano y Jaime del Burgo que luego fue capitán de requetés, un carlista muy bragado al que luego me tocaría meter en una ambulancia herido en Navafría. Al mitin acudió mucha gente, y entre los de Corella, los de Tudela y los de Pamplona nos juntamos cerca de trescientos requetés uniformados. Entonces nos quisieron hacer el boicot a nosotros, y después del mitin hubo palos y jaleos en el pueblo. Luego, con la organización, se formó el Bloque de Derechas, al que nos apuntamos los carlistas, y se fue haciendo unión.

 

Corella, 1935. Mitin carlista.

Entre los de izquierda yo veía dos grupos muy diferentes. Estaban los que podíamos decir «republicanos» con cultura y hacienda, de buena posición. Éstos eran muy contrarios a la religión, manejaban a sus peones para votar a la izquierda y envenenaron a mucha gente. Ahora, ellos siempre en la sombra, sin dar la cara. Luego estaban los socialistas, gente obrera, de a pie, poco culta y muy pobre. A muchos de éstos los colocaron en puestos como guardas o empleados del ayuntamiento, y de esta forma los manejaban. Les inculcaron un odio feroz a la religión, y luego los veías por la calle blasfemando, insultando a los curas y castigando a los de derechas. Yo no los tenía por gente mala, pienso que muchos no sabían ni lo que decían. Luego, cuando vino la guerra, a mucha de esta pobre gente la sacaron de casa, dejando igual cinco o seis hijos que alimentar, y la mataron cobardemente, por venganzas y malas pasiones. Aquello fue la mayor injusticia de la guerra.

El concepto que tengo de la política de aquellos años es que fue mala, pésima. Lo primero que hicieron fue atacar a la Iglesia, y eso para los navarros, que la teníamos tan metida, resultó nefasto. Eso hizo fracasar a la República. A nuestra familia, con varios religiosos, aquello nos sentó muy mal. Papá tenía una tristeza que se lo comía.

Llegó un momento en que no se podía ni vivir, era un desatre. No podías salir a la calle o ir a la iglesia, nada se respetaba, en las ciudades se perseguía a las monjas y a los frailes, ni había libertad para la religión, y el detonante fue el asesinato de Calvo Sotelo, Vimos que no nos quedaba otra salida que tirarse al monte, y por eso salímos al frente. Para los que salímos los primeros días, nuestro espíritu fue el de una cruzada. Luego la cosa cambió, pero los que salieron conmigo el 19 de julio estoy seguro que también lo hicieron por defender la religión y la patria.

Todo el mundo veía venir el enfrentamiento, pero nosotros nos enteramos del Movimiento unos días antes por uno de los jefes de Tudela. Fui con mi padre a serrar unos árboles a la serrería de Morte, de Tudela, y allí nos juntamos con Blas Morte y José María Mateo, un cura de Corella que era muy carlista y que luego fue capellán de Mola. En el almuerzo nos dijeron: «Sentaos aquí y vamos a hablar de política». Yo, que entonces tenía 18 años, me quedé junto a mi padre, callado, y uno de ellos nos dijo: «Antes de 20 días va a haber un levantamiento». Sabían de lo que hablaban, porque habían tenido ya alguna reunión con Antonio Lizarza, que era el que lo andaba organizando, y diecisiete días después estalló el alzamiento.

El 18 a la noche ya había revuelo en Corella. Las izquierdas se reunieron en su centro y luego algunos pasaron al ayuntamiento, donde se hicieron fuertes. El 19 de madrugada nos citaron a los requetés y fuimos al cuartel y luego de allá fuimos al Bloque de Derechas, que pegaba con el ayuntamiento. Se les mandó una notificación para que se rindieran, pero fueron valientes, ni los de la Casa del Pueblo ni los del ayuntamiento querían. Así que ya hubo algo de tiroteo, sacaron unos pañuelos blancos y se rindieron y de allí los llevaron presos.

Todos los voluntarios que salimos de Corella fuimos directos a Pamplona, y nos juntamos en las escuelas de San Francisco. Allí nos arengaron: «Vamos a ver, no creáis que vamos a Madrid a tomar café. Tenemos un enemigo al que combatir y algunos puede que muráis. El que quiera salir voluntario que dé un paso al frente, y el que no, puede marcharse>>. Y lo dimos todos. Nos mandaron al Cuartel de Intendencia para pertrecharnos. Yo no tenía valor ni para matar una mosca y no había visto un muerto, y la primera misión que me mandó el comandante con otro requeté, allí en el cuartel, fue enterrar a un soldado que por lo visto se había sublevado y había matado a dos de la compañía de chóferes. Entramos en un pabellón y yacía el cuerpo tapado con una manta. Me acerqué pensando: «Ojalá que me toque cogerlo de los pies», y el otro pensando lo mismo que yo. Total que me tocó cogerlo de la cabeza, el primer encontronazo con la muerte. Hasta entonces yo no había salido del pueblo más que para ir a los mítines y ayudar a mi padre con algún transporte de vino, así que era mi primera salida de casa.

Luego montamos en autobuses camino del frente, y cuando pasamos por Burgos nos juntamos con unos soldados y nos asustaron: « No vayáis a Somosierrra, que hay muertos de los nuestros tendidos por todo el campo». Llegamos a Somosierrra el día 22 a las once de la nocha. Llevábamos dos ametralladoras y en Pamplona nos habían dado antes de salir 50 cartuchos por cabeza, así que el comandante nos dijo: «Tened cuidado, cada tiro aprovechadlo al máximo hasta que vengan los de Zaragoza con munición». Nos tocaba enfrentarnos a los guardias de asalto, muy bien preparados y con munición en abundancia. Quizá en lo único que les ganábamos era en el mando, porque nosotros teníamos al general Rada. El comandante nos ordenó colocarnos en línea detrás de unas tapias de piedras que nos hacían de parapetos, porque teníamos a los rojos enfrente. Estaba todo oscuro, estuvimos un rato esperando hasta que hubo movimiento y nos dieron orden de hacer fuego. Había que sacar valor. Después de la descarga nos dieron orden de alto el fuego, y cuando me moví, noté a mi lado una cosa redonda y con pelo. «Aquí hay un muerto», le dije a mi compañero. Total que era una cantimplora con el forro de pelusa. Oímos alguna descarga de ellos y a la mañana siguiente comprobamos que lo que se movían eran las vacas que habían quedado entre las dos líneas. Andábamos fatal: nada de material, nada de munición, nada de camilleros ni medicinas... Lo único que teníamos eran latas de sardinas y agua de manantial. Todos sucios y con unas fachas... No había otra cosa.

Las líneas estaban cerca y hablábamos con los rojos a cualquier hora. Nos retábamos: «A ver quién toma antes café, si nosotros en Madrid o vosotros en el Espolón de Burgos». También nos cantábamos jotas y canciones de un parapeto a otro, y manteníamos conversaciones. Recuerdo haber hablado con uno de Corella que estaba en el otro lado, con los rojos. Entre las fuerzas nacionales estábamos voluntarios y soldados de reemplazo, que no sabía cómo eran, porque podía ser gente de izquierdas que les hubiera tocado en zona nacional e íban a la fuerza. Una vez, el capitán repartió bombas de mano, y solo lo hizo entre los soldados. Un requeté le dijo: «Mi capitán, denos las bombas de mano a los voluntarios, que ya sabe que somos de fiar». No quiso, y eso nos desconcertó. 

Requetés en el frente

 

A mí la guerra me duró 18 días, me hirieron pronto, el día 8 de agosto de 1936. Serían las ocho de la mañana, en Navafría. Íbamos avanzando en dirección a Madrid cuando sentí que algo me pegaba en la cabeza y noté que tenía la cartuchera llena de sangre. Me había entrado una bala por el lado izquierdo de la nariz y me había salido por el ojo derecho, que perdí, en donde el pulso, pero aún no lo sabía. Aún pegué tres o cuatro tiros más y ya empecé a sentirme muy mal. «Capitán, me han herido», le dije. Y él me contestó: «Catalán, échate allí al suelo, que ya te recogerán». Pasó un buen rato, sobre las nueve de la mañana; con el calor que hacía y la sangre que iba perdiendo, me empecé a sentir muy mal, me iban fallando las piernas y veía que no había camilleros ni había nada, así que cogí mi fusil y enfilé hacia abajo como podía para bajar la ladera. Allí me crucé con otro requeté de Corella, que me vio lleno de sangre: «¿Qué te pasa, Miguel?», y le dije: «Mira, chico, me han herido y me parece que me muero>>». Y el otro, en vez de animarme, me soltó: «Pues sí, Miguel, me parece que te mueres». Me cogieron, me echaron a un carro y me llevaron puesto abajo, porque ya no aguantaba. No quería, no resistía el camino y les dije: «Dejadme morir aquí si Dios quiere, pero no puedo más», pero no me dejaron. Luego metieron a otro requeté herido, uno de Salinas de Ibargoiti al que habían cogido los rojos prisionero con otros. Contó que oyó cómo uno de los jefes decía a los milicianos: «A los militares les tomáis declaración y los dejáis presos, pero fusilad a todos los requetés». Él, que oyó eso, le dio un empujón al guardia y se tiró puesto abajo, mientras lo anetrallaban. Le dieron en el hombro y le rompieron la clavícula, y así hasta nosotros. Llegamos a una carretera, nos metieron en un autobús con otros heridos, entre ellos el capitán, al que habían dado en las dos piernas, y nos bajaron a un pueblecillo de Navafría. Allí nos metieron en un cuartico y me hicieron la primera cura. De allí en el autobús al hospital de Riaza, en la provincia de Segovia, donde tuve una suerte loca. Llegamos y le oí decir al médico: «Hay que operar primero al de la garganta y al de la cabeza». Se refería a mí y a Juan Elizalde, un carpintero de Pamplna que salió voluntario requeté con nueve hijos, y al que habían pegado un tiro en la garganta. Total, que este médico era el doctor Tapia, uno de los mejores otorrinolaringólogos de España, y gracias a eso nos salvamos de la muerte, porque los dos llevábamos heridas muy graves. Por lo visto le había tocado el Movimiento de veraneo en la zona, y estaba ayudando. Me limpiaron la cabeza con agua y jabón y me cortaron el pelo. Me metieron al quirófano y oí cómo decía el médico: «Si le damos cloroformo se nos queda, y si le damos éter no va a poder aguantar». «Pues echéme usted cloroformo», le dije. Entonces me puso una mascarilla y me preguntó, para que me calmara y absorviera el cloroformo; «¿De dónde eres?», «De Corella», le dije, y me quitó la mascarilla: «¡Hombre!, la Virgen del Villar y buenos ajos». Fue lo último que oí y ya me quedé dormido. Me operaron y tardé varios días en recuperar el conocimiento, aunque todavía sin fuerzas para hablar, pero ya me iba dando cuenta de las cosas. Me hacían las curas y me daba el alimento una enfermera que en el reloj de pulsera llevaba la bandera nacional. «Esta es de las mías» pensaba yo. Luego hice amistad con ella, era monárquica alfonsina y parecía de buena posición. Cuando me recuperé, de vez en cuando me dejaba echar un trago al porrón y me decía: «Toma, que a los navarros os gusta beber en alto».


Mis padres se enteraron por el Pensamiento Navarro de que estaba herido. El director, López Sanz, fue recorriendo los frentes y tomando notas de los que estábamos heridos y de cómo nos encontrábamos. Luego, de la Junta de Guerra notificaron a mi padre que había sido herido de gravedad en el frente de Somosierra, que había recibido un balazo en la cabeza y que había perdido el ojo derecho. La reacción de mi padre fue dar gracias a Dios de que la herida no hubiera sido mortal, después de quedarse con pena porque había perdido el ojo y ya no podía continuar en mi puesto, así que decidió mandar al frente a mi hermano Agustín, que me seguía en edad y que había cumplido 15 años.

En el hospital de Riaza estuve un mes, y luego me bajaron a Aranda de Duero, a unas escuelas que hicieron hospital y que estaban hacinadas, a tope por la proximidad del frente. Así que nos mandaron a Burgos, de allí al Alfonso Carlos donde estuvimos muy bien, y después siete meses en Calahorra, conde me atendió el oftalmólogo Félix Ángel Chavarría. Ésa fue mi guerra. Aún me dio tiempo a ir a Madrid al Desfile de la Victoria como mutilado de guerra. Nada más terminar la guerra, en los primeros Sanfermines, hubo una corrida de toros en homenaje a los mutilados de guerra. Toreó La Serna, que era requeté y que había estado de practicante en el Hospital Alfonso Carlos, y después el primer toro nos lo brindó a los mutilados. Yo le arrojé la boina roja y una bota de vino.

Los requetés, como soldados, yo creo que éramos buenos y obedientes, disciplinados y nunca pedíamos contrapartidas. Éramos voluntarios y estábamos allí para servir a nuestros ideales. Ya había entonces quien nos decía: «Menos requetés a morir y más propaganda». Pero no sabíamos hacer otra cosa, habíamos mamado en casa el sacrificio por el ideal y nos parecía más importante luchar para ganar la guerra que hacer política: así nos fué después. Cuando salímos no pensábamos en una guerra de tres años, luego la cosa se fue alargando y maliciando: Falange se hizo con los puestos y nosotros nada. Creo que también tuvimos nuestra parte de culpa por dejadez. Antes de cada combate rezábamos, los sacerdotes nos daban la absolución general, nos colocábamos el Corazón de Jesús en el pecho y saltábamos a morir por Dios y por España si era preciso. Lo hacíamos con esa tranquilidad y ese convencimiento, sólo podíamos perder la vida, y la habíamos ofrecido el primer día.

Por regla general, entre los ricos había poco carlista, eran más bien liberales. Siempre había alguna familia suelta. Como los Morte de Tudela. Pero pocos y no salieron los primeros días al frente. Si salían, era de «enchufados» y no era con esa alegría de «por Dios y la Patria» con que fuimos los voluntarios sencillos. Es verdad que también salieron voluntarios ricos, pero la mayoría ocuparon otros puestos porque tenían estudios: en oficinas, en hospitales, en intendencia... Nosotros los requetés de a pie, éramos más carne de cañon. Pero hubo también gente de posición que quiso ir a primera línea, y algunos murieron dando ejemplo, como hijos de jefes de la Junta de Guerra.

En la Falange había gente buena, pero también muchos que sólo hacían propaganda. Vimos alguna centuria bien pertrechada de mantas y cartucheras, y luego lo único que hicieron fue propaganda en los pueblos. La unificación fue un fracaso, algo artificial, y entre los requetés la noticia se recibió muy mal. Ni me gustaba ni quería eso de saludar brazo en alto, y tampoco veía bien que algunos obispos o los militares saludaran así. Bastaba con que los primeros se quitaran la teja y los segundos lo hicieran al modo militar.

Algunos aprovecharon esta situación para tomar venganzas y fue catastrófico. Más falangistas que carlistas, iban a una casa de noche, sacaban a un hombre indefenso, igual padre de familia con tres o cuatro hijos, lo fusilaban y lo dejaban tirado por un camino. Cuando nos enterábamos en el frente de aquello nos daba pena: nosotros habíamos salido voluntarios el día 19 a pelear, a defendernos como podíamos, de cara, pero eso de ir a una casa y sacar a un padre para fusilarlo, eso ni era cristiano ni era nada. Pero para la venganza siempre hay alguien dispuesto. Estando en Burgos los rojos bombardearon el hospital donde estaba. Aquello fue muy triste, porque en el Hospital Provincial estaríamos unos tres mil heridos de guerra, mucha gente rota que no podía andar, ciegos... Bombardearon el Hospital y hubo bastantes muertos. Cuando salimos del refugio empezaron a bajar muertos y heridos, y a venir ambulancias. Aparecieron Mola, Cabanellas y Franco, y unos legionarios que había heridos se les presentaron diciendo que ellos vengarían aquello, y que les dejaran entrar en el penal de Burgos donde estaban detenidos los de izquierdas. Gracias a Dios no les dejaron, pero aquellos dispuestos estaban...

Cuando sales directo de trabajar en el campo a una guerra, tienes que ir bien preparado. Lo primero con Dios, y eso se notaba mucho. El que tenía una fe y unas creencias religiosas, yo creo que combatía con una serenidad y una alegría que se moría con ella si tocaba. En Riaza vi morir a un voluntario mayor de Mañeru, con siete hijos, y hasta última hora estuvo cantando aquel hombre. Cuando lo recuerdo se me saltan las lágrimas. De mis compañeros de los primeros días tengo recuerdos magníficos. Gente muy buena y sana, casi todos de la Adoración Nocturna, con mucho espíritu y heroísmo.

A pesar de los horrores de una guerra civil, me siento orgulloso de haber salido voluntario. Eran otros tiempos, una situación que había que vivirla, y desde luego no fui engañado, como ahora dicen algunos. Quizá en estos tiempos no se entienda que puedas salir a una guerra por defender la fe y unos ideales, y sin nigún afán de puestos ni de poder, pero así fue como yo lo hice".

 

Pablo Larraz Andía y Víctor Sierra-Sesúmaga: Requetés. De las trincheras al olvido. Prólogo de Stanley G. Payne. Epílogo de Hugh Thomas. La Esfera de los Libros. Madrid, 2010.

 




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